jueves, 24 de febrero de 2011

FONDO BLANCO

Por Carlos Polo

Cuando bajaba las escaleras ondeando su largo cabello en espirales como una selva, Carolina encaramada en sus tacones de charol y el portento de piernas de gimnasio de dos de la tarde sosteniendo el precio de su cuerpo y sus desdichas, su pachulí de tentaciones se expandía volando entre las luces y el humo, mientras ella recibía las urgidas miradas del hambre y el deseo que se escurrían por la punta de su escote.

Carolina repartía besos y regalaba su risa sin imposturas, al ritmo de aquel Guaguancó borracho que rebotaba en los cristales de esa luna de icopor alojada en el centro de la pista encima de nuestras cabezas aletargadas.

Su abrazo, su sincero estrechar de pechos contra mi flaca humanidad tenía la virtud de renovarme la fe, su boca de bombom y su lengua de medusa meneándose con agilidad dejándome aquel sabor a cardamomo dentro de mi boca de nicotina, aún me resulta tan vivo el recuerdo, que pareciera verle bailar apretujada entre aquellos hampones de poca monta.

Carolina, invitaba con su sacra cortesía las cervezas y si estaba de mejor humor un litro de aguardiente de su tierra, en ese preciso momento le explotaba un dolor de alma aún sin depilar, exponía toda sus heridas sobre la mesa, justo ahí, nos lamiamos con desespero la múcura seca de nuestras cicatrices. Si por casualidad o por descuido revoloteaba cerca nuestro alguna insinuante compañera, me enseñaba el fondo de la botella con el rostro crispado y las venas infladas, donde se revolcaban sus calles empinadas, su pobreza, sus tragedias, los callos del corazón, el temple de su páramo y el orgullo de su raza. 

Carolina, toda ella orgánica y marrullera, cuerpo de alquiler, tetas de encanto paseándose entre tristes borrachines que despachaba puntualmente en quince minutos, ella, toda vibra, rock and roll y medio paquete de Kool atrapado entre el sostén y el seno izquierdo. Fibrosa yegua de risa alborotada y corazón de mamá, odiando los granos de mi cara, mis escasos dieciséis, mi navaja protectora, la gomina en mi cabeza y las candongas que pendían de mis orejas. Encaprichada con mis Levis rotos, mis botas texanas, mis ojeras, y aquel gabán negro que me llegaba hasta las rodillas.

Carolina, extasiada con el animal vencido y triste que habitaba en mi mirada y que aún veinte años después sigue ahí clavado como una cruz, como un estigma. Nunca me cobraste tus besos, tu charla, tus atenciones. A Carolina, se la llevó un bus intermunicipal una mañana ebria y adornada con las mariposas del verano, llevándose sus lindas piernas, la noche de sexo y desenfreno que jamás ocurrió, su acento marcado y todas las promesas no cumplidas.
Por este Guaguancó del ayer, por tus piernas de oro, por tu recuerdo empañado y borroso, este trago de aguardiente de tu tierra… fondo blanco.

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